viernes, 9 de septiembre de 2011

Piove...

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Decir lluvia es más que decir esferas de agua que caen pecipitadamente  (acaso haya otra forma de caer) al suelo. Al suelo o al agua, que los seres humanos somos  mezquinos, al punto de llamar tierra a un lugar constituido principalmente por el líquido medio. En fin, la lluvia es banal fenómeno para el ojo nublado por preocupaciones y ocupaciones indistintamente.

Sepa el lector entender que el mojar de la lluvia viene del seco azote del astro que brilla arriba. Que no es ni mucho menos nuestro, pero que en virtud de esa potencia lejana, coronaron los sabios poéticos como Rey.

Calienta entonces con sus millones de dedos, lo que nuestros dedos llamaron aire, haciendo que éste cambie y se haga más ligero, yendo así con las diminutas esperas de aire en él suspendidas, a ocupar un espacio en el espacio, y desplazando hacia abajo al que se encontraba más arriba- Es allí donde se forman las comunidades blancas y esponjosas. Blancas es un decir, porque entre las sombras y las luces y las conveniencias de quien las mire llegan del más lúgubre gris, al malva más sublime.

 Y ahí están, unas junto a otras en voluptuosa congregación, terribles son en su majestad, como terribles son las caricias que de ellas brotan. Caricias azules, fugaces y trémulas que escuchamos los mortales, a veces con miedo, otras con asombro, pero nunca con indiferencia. Será porque el azul de estas, rayo luminoso y quebradizo y quebrador, llega a nosotros y aun sin verlo lo vemos.

De esa algarabía celestial o aérea, depende aquí de si el espectador tiene o no fe, van a decidirse uniones suicidas, las de estas y aquellas moléculas, con éstas u sus otras iguales, y como en pacto de amantes que saben prohibida su unión, abandonan su medio y van al encuentro de su destino allá abajo, o aquí abajo, dependerá esto también, como casi toda cuestión dialéctica, de quién observe.

Cae entonces hacia nosotros y moja e inunda y la temen allá donde conocen su fuerza y la esperan quienes nunca habiéndola, visto deben escapar de su tierra, ávidos de un lugar donde refresque su líquido caer y su transparencia se haga verde vivo, eterno, sanador de toda hambre y de toda sequedad.

Es por esto y por otras mil razones, que no pretendo enumerar, que resulta estéril maldecirla o bendecirla, insignificantes son las palabras del hombre ante las cosas que no puede cambiar, queda en todo caso, el recurso de describirlas, como siempre con la parcialidad del momento, rasgo inequívoco de humanidad.

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